De rodillas, y en dirección a tu santo templo, alabaré tu nombre por tu misericordia y fidelidad, por la grandeza de tu nombre y porque tu palabra está por encima de todo. Cuando te llamé, me respondiste, y mi alma desfallecida se llenó de vigor. Salmo 138: 2-3
Como seres humanos pecadores, deseamos exaltarnos a nosotros mismos. Hasta los muy tímidos y retraídos. Nuestros esfuerzos por satisfacer nuestros propios deseos son, de hecho, parte de lo que se trata el pecado. Dios nos manda: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20: 3), pero con orgullo pecaminoso nos ponemos a nosotros mismos delante de Dios, haciendo lo que queremos en lugar de lo que Dios quiere para nosotros. Sin embargo, como nos muestra su primer mandamiento, nuestra adoración no nos pertenece a nosotros mismos, sino sólo a Dios. Él es Dios y ha puesto “por encima de todo” su Nombre y su Palabra. Nosotros, como personas caídas, a menudo nos exaltamos a nosotros mismos a través de la idolatría. Pero Dios exaltó su santo Nombre y su Palabra a través del asombroso auto-sacrificio de su obra salvadora.
El pueblo de Israel había pecado contra el Señor al exaltarse a sí mismo y a sus propios deseos mediante la idolatría y el derramamiento de sangre. En respuesta a su pecado, Dios dice: “por eso los dispersé por todas las naciones y por todos los países” (Ezequiel 36: 19a). Los habitantes de esas tierras extranjeras ridiculizaron a los israelitas exiliados y a su Dios. Los israelitas eran el pueblo escogido de Dios, ¡pero su Dios poderoso los había dispersado! Las naciones conquistadoras se burlaron del Dios de Israel, por lo que Dios actuó con poder para exaltar su santo Nombre. Les dijo a los israelitas: “Pero yo santificaré la grandeza de mi nombre, el cual ustedes profanaron entre las naciones. Y cuando delante de sus ojos yo sea santificado en medio de ustedes, las naciones sabrán que yo soy el Señor” (Ezequiel 36: 23). Por amor a su santo Nombre, para mostrarse santo y sin mancha, Dios reuniría a su pueblo y lo limpiaría de sus pecados.
Esta limpieza de pecado se lograría mediante el sacrificio de Dios. En el momento oportuno, Jesús, Dios Hijo, se humilló a sí mismo para tomar nuestra humanidad. Se sacrificó a sí mismo, sometiéndose a una muerte vergonzosa en una cruz por el bien de nuestra salvación. Nuestros pecados son lavados con la sangre de Jesús. El santo Nombre de Dios fue vindicado, sus promesas fueron cumplidas.
Nuestros pecados son perdonados por amor de Jesús. Así que respondemos con adoración y alabanza, exaltando el santo Nombre de Dios y dando gracias por su gran amor y fidelidad. A medida que Dios escucha y responde nuestras oraciones, aumenta el «vigor de nuestra alma». Con el poder del Espíritu Santo, buscamos exaltar el santo Nombre de Dios y su Palabra y no a nosotros mismos. Nos arrepentimos de nuestros caminos idólatras y nos regocijamos: “No somos nosotros, Señor, no somos nosotros dignos de nada. ¡Es tu nombre el que merece la gloria por tu misericordia y tu verdad!” (Salmo 115: 1).
ORACIÓN: Poderoso Señor, ayúdame por tu Espíritu a entregarme a los demás, ofreciendo servirles en tu santo nombre. Amén.
Para reflexionar:
¿Cómo podemos exaltarnos a nosotros mismos, o a otras cosas, en vez de a Dios sin siquiera darnos cuenta?
¿Cómo honras el nombre de Dios en tus conversaciones?
Dra. Carol Geisler