Cuando se cumplió el tiempo, Elisabet dio a luz un hijo. Y cuando sus vecinos y parientes supieron que Dios le había mostrado su gran misericordia, se alegraron con ella. (Lucas 1:57-58)
Lo que pasa con el embarazo es que llega a su fin. Nadie queda embarazada para siempre (aunque a veces se siente así). Recuerdo cuando descubrí que yo estaba embarazada. De repente, mi mundo se convirtió en una cuenta regresiva incesante hasta el nacimiento. No había salida, era un viaje de ida que terminaría en algún momento de mayo. Estaba muy contenta, pero también aterrorizada.
Me pregunto si Elisabet se sintió así, de cara al parto. Me pregunto si te sientes así, frente a algo que tiene un final predestinado, ya sea bueno o malo: los días antes de comenzar un nuevo trabajo, el último año escolar de un hijo o hija, los últimos días de un ser querido. Esperar rara vez es fácil, y Dios lo sabe. Tal vez es por eso que nos ha dado tantas cosas buenas para ayudarnos a esperar: sus promesas, su Palabra, su Santa Cena, el uno al otro. Lo mejor de todo es que nos ha dado a su propio Hijo Jesús, nuestro tan esperado Salvador. No podríamos tener mejor compañero durante estos días. Él nos ama, nos ha redimido y nunca nos dejará solos.
Podemos soportar nuestra espera un día a la vez, apoyándonos en su fuerza.
Señor, ayúdame cuando me cuesta esperar. Amén.
Para reflexionar
¿Qué estás esperando en este momento?
¿Qué es lo más difícil de tener que esperar?
Cuenta una historia de cómo Dios te ayudó cuando estabas a la espera de algo y te costaba esperar.