En Jerusalén vivía un hombre justo y piadoso, llamado Simeón… y le había revelado que no moriría antes de que viera al Ungido del Señor… Y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron al templo para cumplir con lo establecido por la ley, él tomó al niño en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras: “Señor, ahora despides a este siervo tuyo, y lo despides en paz, de acuerdo a tu palabra. Mis ojos han visto ya tu salvación.” (Lucas 2:25-30)
Imagina cómo debe haber sido para Simeón, parado en los patios del templo y mirando a las multitudes. Dios el Espíritu Santo lo había enviado allí esa mañana para ver al Mesías. ¿Pero dónde? Debe haber mirado con detenimiento a cada familia que pasaba por allí. Y luego los encontró, pobres, desgastados por el viaje, como nadie especial.
Simeón no tenía dudas. ¡Cuán alegremente tomó a Jesús en sus brazos y cantó sus alabanzas a Dios! Sabía que este era su Salvador que redimiría a Israel y a todo el mundo. Ahora Simeón podría morir feliz. Dios había cumplido su promesa; toda la espera había valido la pena.
Tú también puedes estar esperando que Dios haga algo. Tal vez hay un problema familiar por el que has estado orando durante mucho, mucho tiempo. Tal vez estás esperando un cónyuge, un hijo, un trabajo. Tal vez estás esperando el fin de una enfermedad, la curación, ya sea aquí o en el tiempo de Dios en el cielo. Esperar es difícil.
Pero en tu espera tienes el mismo regalo que Simeón: tienes a Jesús mismo. Tienes a tu Salvador que te ama incluso en este momento difícil, que dio su vida por ti, que resucitó de entre los muertos y te ofrece una parte de su vida resucitada, incluso ahora. Deja que él sea tu fortaleza durante tu espera.
Ayúdame a esperar en ti, Señor. Amén.
Para reflexionar
¿Te gusta esperar?
¿Qué estás esperando en este momento?
¿Cómo encuentras fuerzas en Jesús para seguir adelante cuando estás cansado o preocupado?