Por esos días, Augusto César promulgó un edicto en el que ordenaba levantar un censo de todo el mundo. Este primer censo se llevó a cabo cuando Quirino era gobernador de Siria, por lo que todos debían ir a su propio pueblo para inscribirse. Como José era descendiente de David y vivía en Nazaret, que era una ciudad de Galilea, tuvo que ir a Belén, la ciudad de David, que estaba en Judea, para inscribirse junto con María, que estaba desposada con él y se hallaba encinta. (Lucas 2:1-5)
Es fácil pasar por alto las cosas pequeñas. El César no tenía idea de lo que estaba sucediendo en la pequeña Judea que habían conquistado. Todo lo que sabía era que quería un registro de impuestos, por lo que ordenó que se hiciera uno. ¿A quién le importaban las insignificantes personas a quienes cargaba con sus impuestos?
Entre ellos había una joven pareja de Nazaret. Ella estaba avanzada en su embarazo, no era un buen momento para viajar. Aun así, obedecieron la orden, como todos los demás. ¿Quién los miraría dos veces?
Dios lo haría. Este fue el nacimiento que Dios eligió para su propio Hijo Jesús: que él
experimentara los sacudones producidos por el camino de tierra mientras su madre caminaba o cabalgaba por el largo sendero hacia Belén; que el trabajo de parto de su madre comenzara en el peor momento posible, antes de que tuvieran un lugar decente donde quedarse; que lo acostaran a dormir en un pesebre en lugar de una cuna. A los ojos de Jesús, nadie es demasiado pequeño para no ser tenido en cuenta, ni tú ni yo. Jesús se hizo pequeño para nosotros, para poder ser nuestro Salvador.
Gracias, Señor, por reconocernos, amarnos y salvarnos. Amén.
Para reflexionar
¿Qué es lo que más te sorprende respecto de la manera en que Dios eligió que su Hijo naciera?
¿Cuándo te sientes pequeño o insignificante?
¿Qué te recuerda que Dios te reconoce y te ama?