Un boxeador se sienta en la esquina del ring, codos apoyados en las cuerdas, manos enguantadas colgando caídas. La sangre le gotea por la esquina de la boca y un brillo de color frambuesa comienza a hinchar su ojo derecho. La habitación es oscura, húmeda de sudor y llena de humo.
Después de sufrir una lluvia de golpes de un oponente que pensó que podía aguantar, casi agotado se pregunta cuánto más va a poder soportar. Le duelen las costillas, le zumban los oídos y la lengua encuentra un hueco donde solía tener un diente. No contaba con esto. ¡Ring! Segunda vuelta.
¿No es así a veces con nosotros? Nos enfrentamos a oponentes que creemos que podemos «aguantar» y, en nuestros mejores días, tal vez incluso derrotar. Un poco de preparación antes de la pelea y nos sentimos bastante bien. Esquivamos algunos golpes, desviamos otros y nos enorgullecemos de nuestros reflejos felinos. Estamos listos, nos decimos. «¡Ajustarse los guantes y manos a la obra!»
¡Gran error! Al igual que el boxeador, es posible que encontremos más de lo que esperábamos. Nuestro entrenamiento físico puede funcionar contra oponentes de carne y hueso, pero jamás vamos a igualar a aquél que no solo quiere noquearnos, sino que quiere ponernos seis pies bajo tierra.
El escritor del libro a los Hebreos conoce bien las batallas que enfrentamos, y a Aquél que las enfrentó antes que nosotros. Es por eso que dice: «consideren a aquel que sufrió tanta contradicción de parte de los pecadores, para que no se cansen ni se desanimen» (Hebreos 12:3).
Cuando nos golpean de izquierda a derecha, Jesús está presente (ver Salmo 46:1). Él nos escucha cuando llamamos (1 Juan 5:14-15), y nos ayuda en nuestras necesidades. Cuando nuestras rodillas estén débiles y se agote nuestra fuerza, Dios nos revivirá. Él avivará nuestros corazones contra los enemigos que enfrentamos, asumiendo nuestra lucha y dándonos la victoria. «Cuando me encuentre angustiado, tú me infundirás nueva vida; Me defenderás de la ira de mis enemigos, y con tu diestra me levantarás victorioso» (Salmo 138:7).
¡Qué amigo nos es Cristo! Él recibió los golpes que merecíamos y nos levantó cuando estábamos derribados.
ORACIÓN: Padre celestial, luchamos con nuestra carne y el enemigo. Enséñanos a volver a tu Palabra todos los días y encontrar allí la fuerza y el coraje que necesitamos para la vida. En el nombre de Jesús oramos. Amén
Para reflexionar:
¿Qué haces cuando tu vida se sale de control?
¿Cuáles son tus versos favoritos de las Escrituras para encontrar fuerza para la vida?
Paul Schreiber
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