Señor, tú fundaste la tierra en el principio, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces para siempre. Todos ellos se desgastarán como un vestido; los enrollarás como un manto, y quedarán cambiados; pero tú eres el mismo, y tus años no tendrán fin (Hebreos 1: 10-12).
Toda nuestra experiencia, desde que nacemos hasta que morimos, está marcada por el cambio. Nada queda estático. Cuando somos niños dependemos totalmente de nuestros padres y mayores, pero a medida que vamos creciendo y llegando a la adultez, nos volvemos cada vez más autónomos. Somos organismos que estamos cambiando continuamente. Entendemos el concepto de permanencia, pero no tenemos experiencia al respecto. A medida que crecemos en la fe, aprendemos que Dios es inmutable y eterno y no tiene principio ni fin. Entendemos que Dios nos está preparando para la eternidad, para una vida que no termina.
En mi niñez pasé años con mis abuelos. Amaba a mis abuelos y sabía que me amaban y que su amor por mí era inmenso. Desde mi perspectiva de niña mis abuelos eran muy, muy, MUY viejos, aunque solo tenían 50 años, por lo cual sentía que su muerte era inminente y eso me causaba temor. La idea de un cambio y el pensar que tal vez no contaba con mis abuelos por mucho tiempo más, me afectó. Lo bueno fue que sí tuve mis abuelos conmigo por mucho tiempo. Mi abuelo fue al cielo recién a los 100 años.
Cuando crecí y mi comprensión de Dios se profundizó, aprendí que Él es permanente y eterno. Saber que Él está conmigo siempre, hizo que me sintiera segura. La seguridad de un Dios permanente y confiable tomó el lugar de mi miedo a los cambios y las pérdidas. Es uno de los más lindos aspectos de la fe en un Dios inmutable.
Señor, gracias por estar con nosotros día tras día. Gracias porque eres el mismo ayer, hoy y siempre. En Ti confiamos. Amén.
Para reflexionar:
*¿Qué cambia en tu vida al reconocer la inmutabilidad de Dios?
*¿Con quién puedes compartir hoy este Dios que es el mismo ayer, hoy y siempre?
Sra. Melissa Salomón