Busquen, como los niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por medio de ella crezcan y sean salvos, si es que han probado ya la bondad del Señor (1 Pedro 2:2-3)
Recuerdo cuando amamantaba a mi hijo recién nacido. Parecía un milagro: de alguna manera, mi cuerpo pudo producir el alimento que él necesitaba para crecer y volverse fuerte. Lo vi subir de peso y volverse lindo y regordete, como lo hacen los bebés, y me maravilló. ¿Cómo fue esto posible?
Sabía que la leche venía de mi propio cuerpo, de mi propia sustancia. Y esto es cierto también para la imagen que Pedro nos pinta del Señor. Como niños recién nacidos anhelamos la leche espiritual que Dios nos da. ¡Y esa leche no viene del supermercado! No, proviene del cuerpo y la sangre de nuestro amado Señor y Salvador, Jesucristo.
Esto siempre me asombra: que Dios quiera estar tan íntima y amorosamente relacionado con nosotros. Cualquiera que haya amamantado a un niño sabe que el niño es casi como un miembro más, una parte de su propio cuerpo. Esto no es algo que se pueda hacer en cuatro o cinco minutos, o a la distancia. No, uno se pasa horas todos los días sosteniendo a su bebé en los brazos y amándolo. Es un compromiso realmente importante. Tal vez por eso Pedro usa la imagen de una madre lactante y un niño para describir la forma en que Dios nos sostiene.
Porque, por supuesto, el compromiso amoroso de Jesús con nosotros va más allá del de cualquier padre o madre. Fue por nosotros que Él dio su vida en la cruz, y también por nosotros que Él resucitó de entre los muertos. Jesús es nuestra vida y perdón y salvación. Y Él se ha convertido en la fuente de nuestro alimento en la fe, día tras día, porque nos ama.
Oremos: Querido Señor, aliméntame y hazme crecer fuerte en Ti. Amén.
Para reflexionar:
- ¿Qué aprendes de Dios al ver la forma tan humilde e íntima en que se preocupa por ti?
- ¿Cuáles son tus momentos “íntimos” con Dios?
Escrito por la Dra. Kari Vo