En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:37-38).
¿Alguna vez haz visto un manantial? Es una pequeña vertiente de la que brota agua por sí sola, sin que nadie la extraiga. Es interesante que, si seguimos la trayectoria de ese pequeño hilo de agua, podemos ver cómo se va transformando poco a poco en un camino de agua que cada vez se hace más grande, hasta formar un río grande y vasto de agua que fluye.
Aún más maravilloso es poder ver que en las orillas de ese río crecen grandes árboles por causa de sus aguas, y se reverdecen y crecen fuertes y firmes al costado de dichas aguas.
Sin lugar a duda el agua es maravillosa. Un solo sorbo de ella es capaz de salvarle la vida a un hombre que sufre de deshidratación. El agua es tan valiosa, que solo un poco de ella puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte de un ser viviente. Sin embargo, aún más valiosa que el agua es la presencia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo en nuestro corazón.
Algunas veces pensamos que el trabajo que Jesús hace en nuestra vida al inicio es pequeño e insignificante, pero como esa pequeña vertiente de agua, se va haciendo cada vez más grande, nutriendo y dando vida a nuestra alma. Del mismo modo en que nuestros cuerpos no pueden vivir un solo día sin agua, sin empezar a languidecer, nuestras almas no pueden vivir sin nuestro Señor Jesucristo, quien es nuestra agua viva. Del Señor brota el Agua Viva capaz de darnos vida y saciar la sed más profunda de nuestra alma.
Que alegría es poder recibir el Agua Viva que nos da Jesucristo nuestro Salvador.
Señor Jesús ayúdame a buscar siempre el Agua Viva que solo tú sabes dar, y sacia mi alma con tu amor. Amén.
Para reflexionar
- ¿Estás tomando del agua que Jesús te ofrece o hay algo que te impide hacerlo?
- ¿Qué debes dejar de lado para que Jesús te transforme en un río de agua de vida?
Abigail Ramírez