¡El Señor reina! Los pueblos tiemblan. ¡El Señor está en su trono entre los querubines! La tierra se conmueve. Grande es el Señor en Sión, y exaltado sobre todos los pueblos. Alabado es tu nombre grande y temible; ¡El Señor es santo! Salmo 99: 1-3
Este salmo presenta fuertes contrastes entre el cielo y la tierra. El Señor reina y en la tierra tiemblan los pueblos. Dios está entronizado en el cielo mientras la tierra tiembla. El Señor es grande en Sion, entre su pueblo, y todos los habitantes de la tierra están sujetos a su gobierno. Nosotros también temblamos en su presencia y alabamos su gran y asombroso Nombre. ¡El Señor es santo!
El Señor reina y el pueblo tiembla, como el pueblo de Israel tembló cuando Dios descendió sobre el Sinaí para darnos su Ley. Los israelitas tenían motivos para temblar, como también nosotros, porque eran pecadores en la presencia de Dios. En el templo de Jerusalén, en una representación terrenal de su reino celestial, el Señor está en su trono entre los querubines. En el Lugar Santísimo del templo, dos ángeles de oro tallados, los querubines, estaban de pie con alas que se extendían de pared a pared. Las alas abrigaban el Arca de la Alianza, la señal de la presencia de Dios entre su pueblo. Cada año, el sumo sacerdote entraba en ese lugar santo llevando sangre para expiar los pecados del pueblo. La sangre de esos sacrificios en el templo señalaba el tiempo en que las promesas de Dios se cumplirían en un solo sacrificio por todos los pecados del mundo.
Y en el momento preciso, Dios dejó su trono celestial. Jesús, Dios Hijo, tomó para sí mismo el cuerpo humano. Vino al mundo para ser levantado, entronizado en una cruz y coronado con espinas. Él es el Cordero de Dios, que vino a dar su vida como sacrificio perfecto por el pecado, entrando “y no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre. Entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo, y así obtuvo para nosotros la redención eterna” (Hebreos 9:12). Cuando murió el Rey en la cruz, la cortina que separaba el Lugar Santísimo del resto del templo se rasgó en dos. A través de la cortina de su propia carne, Jesús nos proporcionó un camino nuevo y vivo a la presencia de Dios (ver Hebreos 10: 20a).
El cuerpo de Jesús fue bajado de la cruz y puesto en una tumba. En la primera mañana de Pascua, “de pronto, hubo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo, removió la piedra, y se sentó sobre ella” revelando una tumba vacía (Mateo 28: 2). Jesús resucitó de entre los muertos, aplastando los poderes del pecado, la muerte y Satanás. El Señor crucificado y resucitado es exaltado sobre todas las cosas. Está sentado a la diestra de Dios «muy por encima de todo principado, autoridad, poder y señorío» (Efesios 1: 21a). Nuestro Salvador es exaltado en gloria y mediante la fe en nuestro Rey crucificado, tenemos acceso a los atrios del cielo, donde nuestras oraciones son escuchadas por el Señor quien está entronizado entre los querubines. Ahora y por toda la eternidad alabaremos su gran y asombroso Nombre, el Nombre sobre todo nombre, el Nombre que amamos, el Nombre de Jesús. ¡El Señor es santo!
ORACIÓN: Señor Jesús resucitado y exaltado, alabo tu santo Nombre. Amén.
Para reflexionar:
¿Qué ha hecho Dios por nosotros que los sumos sacerdotes de la antigüedad nunca pudieron hacer plenamente?
¿Qué significado tiene que el velo del templo se haya rasgados en dos (véase Mateo 27: 45-54)?
Dra. Carol Geisler