Procuren vivir en paz con todos, y en santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Tengan cuidado. No vayan a perderse la gracia de Dios; no dejen brotar ninguna raíz de amargura, pues podría estorbarles y hacer que muchos se contaminen con ella. Hebreos 12: 14-15
Las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo, he notado que a menudo lo que no veo en una situación o dilema particular me causa más dificultades que las cosas que veo. Allí es donde el Espíritu Santo nos alerta sobre peligros invisibles cuando nos insta a ser conscientes de lo que podría acecharnos y que no podemos ver.
La frase «raíz de amargura» es adecuada aquí. Los botánicos saben que a menudo el sistema de raíces de un árbol es tan extenso como el sistema de ramas que se ve por encima del suelo. El antagonismo o malos sentimientos pueden acecharnos bajo la superficie de nuestra conciencia de una manera similar. Se esconden, a menudo incluso de la persona que los alberga.
“Oh, yo ya he perdonado”, podemos decir de alguien que nos ha lastimado. Sin embargo, continuamos alimentando el recuerdo de la ofensa. Mientras tanto, el veneno de la amargura continúa filtrándose desde debajo del nivel del suelo en nuestras vidas, y nos quedamos perplejos por saber de dónde viene.
Lo que vemos por encima del suelo apunta a las raíces que están por debajo. Asimismo, nuestras actitudes pueden indicar un resentimiento arraigado en lo profundo de nuestro corazón. Por ejemplo, podríamos decir: «Perdono, pero nunca olvido», o podríamos albergar una satisfacción presumida cuando la persona que nos lastimó está en problemas. O quizá nuestras oraciones por el bienestar de alguien que nos ha herido podrían ser para nada sinceras. Incluso podríamos hacer comentarios sobre esa persona que sean ambiguos o cuestionables.
Una de las cosas más dañinas de la raíz de amargura es que lastima no sólo a quien la tiene, sino que también puede afectar el cuerpo de Cristo. El autor de Hebreos nos advierte que esta raíz puede contaminar a «muchos». Ninguno de nosotros es un «llanero solitario». Nuestras actitudes y acciones afectan a los demás, a veces de manera drástica. Congregaciones cristianas enteras han muerto o abandonado su misión, envenenadas por la amargura que en un principio brotó de una sola raíz.
Sin embargo, no podemos destruir estas raíces peligrosas cortando los brotes que asoman sus cabezas por encima del suelo. De la misma forma, tampoco podemos destruir una «raíz de amargura» cortando los síntomas. La única cura consiste en desenterrarla.
¿Pero cómo? Eso es trabajo de Dios solamente. Sólo por su gracia, el Espíritu Santo puede desarraigar la amargura de nuestro corazón. Como primer paso, debemos pedirle a Dios que nos muestre cualquier problema o mal sentimiento profundamente arraigado (ver Salmo 139: 23-24). Luego, una vez que nos damos cuenta del problema, debemos pedirle perdón. En la seguridad del perdón de Dios a través de la cruz de Cristo viene la capacidad de orar, incluso por nuestros peores enemigos, para perdonarlos, olvidar el dolor de una vez por todas y buscar su bien con un corazón sincero.
ORACIÓN: Padre Celestial, por tu Santo Espíritu, límpianos desde adentro hacia afuera. En el nombre de Jesús. Amén.
Preguntas de reflexión:
¿Has tenido raíces de amargura en algún momento de tu vida? ¿Lograste resolverlo? ¿Todavía lo estás intentando?
¿Es posible perdonar a alguien si la persona no muestra arrepentimiento por sus malas acciones?
The Lutheran Layman, junio 1983, «Excavando raíces», de Jane Fryar