Nuestra Baldosa – Cristo para Todas las Naciones
Cada metro cuadrado de la iglesia del Santo Sepulcro en la ciudad de Jerusalén, está dividido entre las varias iglesias cristianas que desde hace siglos se disputan la posesión de cada baldosa del suelo.

Hace unos días leía en el periódico que dos monjes de dos iglesias diferentes habían sido detenidos por la policía de Israel en aquella iglesia. La pelea entre varios miembros de las dos comunidades religiosas se había producido como consecuencia de una procesión en el interior del templo que debía pasar por determinado lugar y no por otro, y en la que debían estar determinadas personas presentes pero otras no. Ambos detenidos tenían heridas sangrantes y otras tantas personas habían resultado con contusiones y heridas de diferente consideración.

Dentro del aquel templo las diferentes iglesias se disputan la propiedad de cada rincón, de cada altar… y tales altercados no son raros. Hace unos años se produjo una tremenda refriega cuando un monje de una determinada iglesia había movido unos metros una silla del monasterio que comparten varias iglesias.

Las consecuencias no pueden ser más negativas para la causa cristiana.

Un lugar, un sepulcro, una lápida y unas baldosas son solo cosas que pueden tener su valor histórico pero carecen de valor espiritual, porque allí, a diferencia del antiguo Templo se debería entender que lo que santifica la ofrenda no es el altar. Aquí lo que es santo es la Ofrenda, Jesús y no el lugar.

Es lamentable que alguien lastime a su hermano que es imagen de Dios y templo en el que Dios habita y limpie, bese y cuide una lápida de piedra fría de dudosa procedencia.

Esta forma de actuar denota un error inmenso acerca de cómo y quién es Dios. Las personas que pelean por las baldosas creen que Dios habita en determinados lugares, por tanto piensan que hay unos lugares que son más santos que otros, que Dios está más aquí que allá, que hay lugares donde el está y otros lugares en los que no está o está menos. Por eso peregrinan a tales lugares, porque creen que allí serán oídos por Dios más claramente y que entonces podrán conseguir determinadas cosas con más facilidad.

Otras muchas personas piensen que Dios no habita en templos hechos por manos de hombres pero creen que Dios se parece a un objeto limitado, un ente entre otros entes, un ser entre otros seres. Un ser muy, muy grande, es verdad pero que ocupa un lugar determinado al lado de otros seres que ocupan otros lugares. A Dios no le sitúan en un templo, sino en un alto cielo, arriba, muy arriba, y allá fuera sentado muy lejos. Eso si, tiene un enorme ojo con el que desde arriba ve todo, y fiscaliza todo. Dios pasa el tiempo anotando en su libro las faltas y desobediencias de cada ser humano para luego pasarle las cuentas.

Jesús, la Palabra habló con la Samaritana de forma clara:

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren. (Jn4:20,21,23,24)

Si algunas personas leyeran este pasaje aunque fuese una vez y creyesen verdaderamente en quien lo dice, no habría esta clase de problemas.
Dios es espíritu y nada más que en el espíritu que compartimos de él podemos adorar.

Parece que tenemos necesidad de colocar a Dios en alguna parte, pero: ¿Dónde “colocar” a Dios?
Pablo nos dice que: … en él vivimos, y nos movemos, y somos (Hech 17:28)

A Dios no le podemos “colocar” en ninguna parte, porque él está en todas partes y más allá de ellas. En el vivimos en cada instante de nuestra vida, no podemos movernos fuera de donde él está, no hay ningún “afuera” de Dios. Nuestra existencia discurre en el por él y gracias a él. El sustenta todo, el da el ser a cada cosa y ninguna cosa puede tener ser si no lo recibe de Dios. Dios es el Ser de todos los seres, la Vida de toda vida y el Aliento de todo aliento.

Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. (Gn 2:7)

Pero Dios tiene un lugar al que el mismo llama su templo: el hombre, que es su imagen y su semejanza. Jesús ha venido entre otras cosas a la tierra a hacernos capaces de comprender que toda nuestra experiencia de Dios sucede “dentro” de nosotros en esa profundidad infinita que habita en nuestro ser. No conocemos a Dios fuera de nosotros sino dentro. Dios no nos cae encima desde algún lugar, está en lo profundo, es nuestra profundidad y allí puede ser conocido y adorado por el espíritu. Dios ha venido a morar en nosotros.

El hombre que ha conocido a Dios en espíritu y verdad es aquel que ha derribado su viejo edificio de “ego”, de “si mismo”. Este hombre es ahora transparente a la vida de Dios que le inunda, es ahora otro Jesús y ya no vive él. Ese hombre ya no tiene que ir a ningún templo, a ninguna casa de Dios, porque él es su casa. Ese hombre es capaz de ver a Dios en los hombres y por eso respeta a todo hombre y a toda vida. Y si algunos hombres son capaces de amar más a las piedras, a los muros o a lo que sea, que a sus propios hermanos es que no les ha amanecido Cristo.

El Espíritu a diferencia de la “Carne” da expresividad a esa porción de nuestro ser en el cual somos capaces de llegar a conocer la profundidad de Dios… porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. (1Co.2:10)

El Espíritu de Dios nos capacita para tener la mente de Cristo. Esto significa que el Espíritu no es algo ajeno a nosotros, sino que es el fondo más íntimo de nuestro propio ser, es aquello que media, que engarza nuestro ser con ese abismo infinito de todo ser en Dios.
La reivindicación de Dios, que es amor, clama desde nuestra profundidad y nos dice que amemos, que si no amamos no digamos que le conocemos, esa es “la Verdad”.
Hemos de desenmascarar la hipocresía y la superstición religiosa y el engaño de quienes creyéndose religiosos agravian al prójimo.

Es cierto, cada baldosa de nuestro cuerpo pelea por su propio territorio. Cada uno de nuestros cinco sentidos demanda su lugar y sus derechos, cada uno de nuestros deseos demanda su satisfacción, cada uno de nuestros pensamientos quiere tener soberanía.
Cada uno de nosotros, ladrillo del cuerpo de Cristo, cree ser el ladrillo fundamental. Todos tenemos “complejo de piedra angular”. Y por defender nuestra propia baldosa somos capaces de cometer atrocidades y toda clase de desamor.

Cuando peleamos con nuestro hermano o con nuestro peor enemigo porque creemos que está usurpando un pedazo de nuestra baldosa, cuando pasea o mueve la silla, cuando acude o deja de acudir a nuestro espacio y reaccionamos sin amor, somos iguales que aquellos frailes de la pelea. Cuando queremos tener un espacio propio es porque de ese espacio hemos desalojado a Dios y al prójimo, porque todo el espacio es de él y fuera de él no hay ningún sitio ni ningún hombre.

Si hemos construido en nosotros un templo semejante, si hacemos nuestras propias procesiones particulares es que ha llegado para nosotros el tiempo de destruir, el tiempo de esparcir piedras, el tiempo de romper. Porque si no deshacemos nuestros templos personales donde solo cavemos nosotros mismos, ni hemos entendido a Jesús, ni sabemos lo que significa adorar a Dios. Más bien hemos cambiado el cristianismo por la religión y estamos adorando todavía en nuestra montaña o en nuestro Jerusalén, pero no es espíritu y en verdad.

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