El niño fue creciendo y fortaleciéndose en espíritu, y vivió en lugares apartados hasta el día en que se presentó públicamente a Israel. (Lucas 1:80)
El desierto no es un lugar cómodo. Allí no hay mucho para comer, ¿langostas y miel silvestre? Y tampoco hay mucha compañía. Quien vive en el desierto renuncia a muchas cosas: un buen hogar, una buena carrera, una vida rodeada de familiares y amigos.
Pero el desierto es bueno para algunas cosas. Dado que no hay muchas distracciones, es un lugar útil para alguien que quiere acercarse a Dios. Hay menos competencia para su voz. Quizás por eso Isaías habló de Juan como una voz que clama en el desierto (ver Isaías 40:3). La gente escucharía el llamado de Dios para arrepentirse y ser perdonada.
Nosotros también tenemos nuestros propios desiertos. Hay momentos en nuestras vidas en que las cosas buenas con las que contamos se derrumban: hogar, familia, salud, seguridad financiera. Esos son tiempos de miedo, pero también son tiempos que Dios puede usar para hablarnos y acercarnos más a él. Y luego escuchamos a Jesús, que dice: “Vengan a mí todos ustedes, los agotados de tanto trabajar, que yo los haré descansar. Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma” (Mateo 11:28-29).
Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no lo echo fuera… Y ésta es la voluntad de mi Padre: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el día final” (Juan 6:37, 40).
Señor, ayúdame a escuchar tu voz cuando estoy en el desierto. Amén.
Para reflexionar
¿Has estado alguna vez en un desierto?
¿Qué experiencias “de desierto” has tenido en tu vida?
Cuenta de algún momento en que Dios te ayudó cuando te encontrabas en un desierto.